El ciclo sin fin de la diabetes

Prácticamente en todos los hogares mexicanos conocemos o sabemos algo sobre la diabetes, especialmente la tipo II, porque desafortunadamente algún miembro de nuestra familia la padece. El desafío va más allá de la enfermedad en sí: se trata de cambiar hábitos profundamente arraigados en nuestra cultura.

Muchas personas sienten que el tratamiento implica renunciar a todo lo que les brinda placer, lo que lleva a rechazar las indicaciones médicas. “Sin azúcar no soy yo” “Está insípido todo” “De algo me tengo que morir”, frases que reflejan la resistencia emocional frente a un cambio de estilo de vida que consideran una pérdida. Pero lo que muchos no logran ver es que, al romper con el consumo desmedido de refrescos, pueden ganar más que perder: mejor salud, más energía, y una vida más plena.

Frases como «el doctor me quiere matar de hambre» o «es un matasanos» son comunes cuando las personas reciben recomendaciones médicas que limitan su consumo de azúcares. Los refrescos, presentes en casi todas las comidas familiares, han pasado de ser un complemento ocasional a una dependencia diaria que agrava los problemas de salud, aumentando significativamente los casos de obesidad y diabetes.

La adicción al azúcar y sus consecuencias

El consumo excesivo de refrescos, cargados de azúcar, dispara los niveles de glucosa en la sangre, y esto no sólo acelera el desarrollo de diabetes tipo 2, sino que también desata una cadena de complicaciones; pie diabético, que puede llevar a la amputación, problemas renales que exigen diálisis o trasplantes, y la retinopatía diabética, que puede resultar en ceguera. Estas complicaciones son parte de lo que conocemos como síndrome metabólico, un conjunto de condiciones como la obesidad, presión alta, y altos niveles de colesterol, que incrementan el riesgo de enfermedades cardiovasculares, infartos y derrames cerebrales.

Además, la diabetes tipo 2 suele venir acompañada de hipertensión y enfermedades cardíacas, que en conjunto forman un cóctel peligroso para la salud. El ciclo se perpetúa, y romperlo puede parecer imposible cuando estamos culturalmente condicionados a considerar a los alimentos azucarados como esenciales para la vida diaria.

Es aquí donde la educación juega un papel crucial. A menudo, las personas no son plenamente conscientes del impacto de sus hábitos alimenticios hasta que ya tienen serias complicaciones. El papel de los profesionales de la salud es encontrar un equilibrio entre advertir sobre los riesgos y ofrecer una guía empática que permita a los pacientes comprender que no se trata de matar de hambre, sino de salvar vidas. En vez de ser percibidos como “matasanos”, los doctores deben ser vistos como aliados en la lucha por una vida más saludable.

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